Luis Aranguren Gonzalo
A pesar de conciertos, manifiestos, espectáculos y subastas solidarias en cualquier momento del año, la solidaridad emerge como un valor contracultural que pone en cuestión tanto a las políticas que aumentan la desigualdad como a nuestros estilos de vida cotidianos, tan desmesuradamente consumistas. Por eso, aunque incómoda, la solidaridad es una propuesta de humanización.
Y humaniza cuando la inscribimos en la exigencia de esos derechos que acunan la posibilidad de desarrollo y hasta de viabilidad de las generaciones futuras. La solidaridad, entonces, se convierte en responsabilidad que anticipa riesgos evitables y que busca la puesta en práctica de políticas de solidaridad que cohesionen las fallas de un sistema perversamente injusto. Por eso es una exigencia que debemos grabar a fuego en las instituciones públicas y en los políticos que las gestionan. El derecho a la solidaridad se actualiza como deber público que garantice el desarrollo de todos, especialmente de los últimos.
La solidaridad humaniza cuando la experimentamos como vínculo que anuda y transforma. Es entonces cuando nos encontramos ante un bien común que armoniza iniciativas que tienen que ver con el uso mancomunado de espacios, formas de economía cooperativa y sustentable o modos de gestión participativos. De esta forma la solidaridad exige saberse integrante de un orden cósmico que nos supera y resitúa, en la conciencia de que nuestra actividad deja huella ética y ecológica. El cambio climático es un grito de la Tierra dirigido a cada uno de nosotros. Y nuestro hacer dependerá de la conciencia de “forma parte de” y no tanto de ser “propietarios de”. El sentido de propiedad, tan ferozmente inculcado por el capitalismo, ha contribuido a extraviar nuestro lugar en el mundo, embruteciéndonos y domesticándonos.
La solidaridad es un anhelo de justicia que impide que el acto solidario quede relegado a la esfera privada o se reduzca a un gesto majo de gente maja. En 1994 el movimiento zapatista desde Chiapas (México) despertó una sociedad civil que se encontraba dormida. Dormíamos, despertamos. En el 15-M los indignados de la Puerta de Sol de Madrid auparon, casi veinte años más tarde, este mismo sentimiento en la vieja Europa. Solo una sociedad civil articulada y globalizada desde la solidaridad puede aumentar la calidad ética de nuestros pueblos y de nuestro planeta. Los refugiados que pululan sin destino por Europa avergüenzan tanto a la clase política como a la sociedad civil de este continente. No echemos balones fuera. La Champions moviliza más que la causa de los refugiados, que no terminamos de convertirla en nuestra causa.
El derecho a la solidaridad se desarrolla a través de compromisos que tienen que ver con cada uno de nosotros, de nuestras organizaciones, de nuestra capacidad de espabilar, plantarse, comprometerse y exigir. Derechos y deberes son dos vías que posibilitan trazar la ruta de ese tren de vía ancha de humanidad que, como soñaba José Luis Sampedro, viaje despacio hacia el sur de la solidaridad comunal y del desarrollo que facilita la convivencia en la plaza de la diversidad.
Luis A. Aranguren Gonzalo es Doctor en Filosofía y licenciado en Teología. Actualmente es director de Ediciones de PPC Global y ha escrito, entre otros libros, Reinventar la solidaridad (1998).