Yolanda Polo Tejedor (@yolandapolot).
“Derecho del yo a ser solidario sin pedir perdón por haber nacido” Manuel Vázquez Montalbán
Casi siempre conocemos nuestra historia través de sus guerras. En las escuelas se narran batallas, conflictos y enfrentamientos que acaban conformando la idea de la humanidad que somos. ¿Se imaginan que se dedicara ese mismo tiempo a explicar las infinitas colaboraciones y apoyos colectivos que han sostenido la vida a lo largo de cientos de miles de años? El equipo de investigación de Atapuerca lo dejó muy claro hace ya un tiempo: los clanes prehistóricos tejían lazos muy fuertes que permitían la cohesión social y la protección de las personas más vulnerables. Solidaridad en estado puro.
Somos porque fueron. Sin esos lazos de apoyo mutuo, no hubiéramos llegado hasta donde estamos. Sin las luchas sociales que nos precedieron, no gozaríamos hoy de los derechos conquistados. Sin el respeto a la naturaleza y el amor que muchos pueblos la profesaron, no podríamos disfrutar de bosques, ríos y montañas.
El avance depredador del sistema capitalista está destruyendo muchas de las redes sociales solidarias que nos acompañan como humanidad desde hace siglos. Aquí y allá desaparecen organizaciones de diálogo y justicia locales, la gestión mancomunada de tierras o la intervención colectiva en los asuntos comunes. Un divide-y-vencerás que abre camino al beneficio económico a costa de la degradación del entorno y de la vida. Y, en este camino que nos imponen, se fragua una de las grandes batallas solidarias del S.XXI: la defensa del planeta y sus bienes comunes.
La defensa de la tierra
El último informe de Global Witness denuncia el asesinato de 185 personas defensoras de la tierra, en 16 países diferentes. Un lucha de David contra Goliat que enfrenta a las comunidades campesinas e indígenas con grandes transnacionales, empresas mineras o agroindustriales. En este caso, las fronteras no existen, y excavadoras y cuentas en Suiza avanzan sin escrúpulos por tierras castellanas, hondureñas, indonesias o mozambiqueñas. Se globaliza la depredación, mientras se atenta contra la solidaridad.
Escuché a Doña Fili en uno de esos vídeos que circulan por las redes. Es una anciana mexicana, defensora del agua y de la vida. En el vídeo habla de la desaparición de “los 43” y lo que eso significa para la sociedad mexicana. Habla también del robo de los recursos naturales:“Nos quitaron el agua y eso es parte de quitarnos la vida, y no solo a nosotros, es también una agresión a las siguientes generaciones; es una agresión al pueblo de México y al mundo”. Una de tantas voces que, como en Atapuerca, rebosa solidaridad en estado puro: defensa de los bienes comunes, cuidados a las próximas generaciones y entendernos como parte de un todo que va mucho más allá de nuestros entornos más cercanos.
Aunque los relatos dominantes se empeñen en negarlo, rebelarse contra lo supuestamente inevitable forma parte de nuestro ADN como humanidad. Los saberes acumulados que heredamos en este sentido nos ayudan a entendernos en el mundo y proyectar los caminos que queremos. En esas rutas comunes internacionales, la solidaridad es mucho más que un gesto piadoso o complaciente. Significa una posición política firme ante la injusticia en cualquier lugar del mundo; significa la construcción de puentes entre los pueblos, la defensa sostenida del internacionalismo, la reescritura de la historia, el amor a la naturaleza, el apoyo mutuo… Significa plantarle cara a los poderes que degradan la vida y rebelarse ante el pesimismo impuesto.
La defensa de la tierra no es tarea fácil; muchas personas ya han dejado su vida en el camino por ello. Los intereses de las corporaciones y el compadreo político continuarán robando los recursos y acabando con la vida. Por eso, acompañar a quienes defienden de este modo nuestro planeta exigirá persistencia, coraje, ímpetu y valentía. Exigirá, ante todo, solidaridad desde el sentido más radical del término.
La protección de la tierra es crucial para garantizar el futuro. Dicen los y las zapatistas que “es costumbre de los hombres y mujeres verdaderos enterrar el ombligo del recién nacido”. Lo hacen así para que el “nuevo ser humano eche un vistazo a la historia verdadera del mundo y sepa luchar para acomodarlo de nuevo como debe ser”. Luchemos, pues, para acomodar nuestra verdadera historia y seamos como fueron quienes nos precedieron. No rompamos el ciclo para que las nuevas generaciones puedan decir que son porque fuimos y, algún día –por qué no-, estudiarlo en la escuela.